El
año de la Fe nos
da la posibilidad de centrar nuestra atención sobre este don ofrecido por Dios
para poder dar sentido a nuestra vida tanto aquí, sobre la tierra, como en su
proyección eterna. Por eso es necesario para nosotros, que nos decimos cristianos,
hombres de fe, conocerla, celebrarla, vivirla.
Este
don que recibimos nos da, cuando lo conocemos, una perspectiva nueva, una
seguridad que va enriqueciendo nuestra vida: si así lo entendemos se convierte
en un “don esencial”. Por eso mismo también nosotros, por esa identificación
con Cristo Jesús, somos mediadores para que otros puedan obtener ese don. Es lo
que se llama “comunicar la fe”. Se trata de una tarea de toda la Iglesia (los creyentes),
desde el Papa hasta el papá y la mamá que educan a sus hijos.
Si la
fe llega por los oídos, es importante tenerlos abiertos. Generalmente
escuchamos “lo que queremos” pero para poder oír con autenticidad es necesario
tener interés (actitud poco practicada en el medio ambiente cristiano). Por
cierto que la citada expresión de S. Pablo hay que ubicarla en el tiempo: la
única manera de comunicar algo en ese entonces era por medio de la palabra
hablada y, por consiguiente, oída; mientras que hoy, que existen otros medios
de comunicación, los mensajes entran también en nosotros por otros sentidos: los
ojos, el tacto, etc.
Uno
de los objetivos de este año es el de conocer el “contenido” de la fe
cristiana. Si bien nos son familiares los enunciados, puesto que están en el Credo,
necesitan ser explicitados. Para ello contamos con el Catecismo de la Iglesia Católica ,
las catequesis de adultos y muchos otros medios. Sólo conociendo el contenido
podremos “celebrar nuestra fe” y por lo tanto “hacerla vida”.
Otro
objetivo de este año, nos recuerda el Papa Benedicto, es “adquirir una exacta
conciencia de la fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para
confesarla”. Por la fe adquiriremos una visión de la vida desde el proyecto de
Dios; reconoceremos que la historia humana es también historia sagrada y como
tal destinada a la eternidad, es decir, a continuar eternamente en comunión con
Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
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