martes, 19 de julio de 2016

“MISERICORDIOSOS COMO EL PADRE”

El Origen del Jubileo (de “jubilo”) lo encontramos en el Antiguo Testamento. Se trataba de un año sabático en el cual se descansaba, se ponían los esclavos en libertad, se dejaban de trabajar las tierras y se restituían las posesiones que se habían comprado a sus originales propietarios  (Levítico 25,19)
En la Iglesia católica, el Año jubilar o Año santo es un tiempo en que se conceden gracias espirituales singulares (indulgencias) a los fieles que cumplen determinadas condiciones, a imitación del año jubilar de los israelitas mencionado en el Antiguo Testamento. Se tiene la posibilidad de volver al estado original y recomenzar.

En los Jubileos tiene gran importancia el signo de la Puerta Santa que está presente en cada Iglesia particular (diócesis). De esta manera el Jubileo de la Misericordia puede ser una experiencia compartida por cada persona y así todos tengan la oportunidad de “cruzarla”
La Puerta Santa se convierte en el signo visible de la comunión universal; para que esta comunión eclesial sea cada vez más intensa, para que la Iglesia sea en el mundo el signo vivo del amor y de la misericordia del Padre.
El objetivo de la Puerta Santa es que la Iglesia, de la que somos parte, sea signo vivo del amor y de misericordia.
Este misterio de comunión, que hace de la Iglesia signo del amor del Padre, crece y madura en nuestro corazón cuando el amor, que reconocemos en la Cruz de Cristo y en cual nos sumergimos, nos hace amar como nosotros mismos somos amados por Él. Se trata de un Amor sin fin, que tiene el rostro del perdón y de la misericordia.
Pero el perdón y la misericordia no deben permanecer como bellas palabras, sino que deben realizarse en la vida cotidiana. Amar y perdonar son el signo concreto y visible que la fe ha transformado nuestros corazones y nos permite expresar en nosotros la vida misma de Dios. Amar y perdonar como Dios nos ama y perdona. Este es un programa de vida que no puede conocer interrupciones o excepciones, sino que nos empuja a andar siempre más allá sin cansarnos nunca, con la certeza de ser sostenidos por la presencia paterna de Dios.
Este gran signo de la vida cristiana se transforma después en tantos otros signos que son característicos del Jubileo.
La Puerta indica a Jesús mismo que ha dicho: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (Jn 10,9). Atravesar la Puerta Santa es el signo de nuestra confianza en Jesús que no ha venido para juzgar, sino para salvar (cfr. Jn. 12,47). La Puerta es Jesús.
Atravesar la Puerta Santa en nuestro Acto Jubilar tiene que ser signo de una verdadera conversión de nuestro corazón. Cuando atravesamos esa Puerta es bueno recordar que debemos tener abierta también la puerta de nuestro corazón. Estoy delante de la Puerta Santa y pido al Señor que me ayude a abrir la puerta de mi corazón. No tendría mucha eficacia el Año Santo si la puerta de nuestro corazón no dejará pasar a Cristo que nos empuja a ir hacia los otros, para llevarlo a Él y a su amor. Por lo tanto, como la Puerta Santa permanece abierta, porque es el signo de la acogida que Dios mismo nos reserva, así también nuestra puerta, aquella del corazón, esté siempre abierta para no excluir a ninguno. Ni siquiera aquella o aquel que me molestan. Ninguno.
En definitiva: atravesando la Puerta Santa no solo le pido a Dios Perdón y Misericordia para conmigo, sino que me comprometo a convertir mi corazón para ser misericordioso con todos y perdonar “siete veces siete”. Sin este compromiso el gesto queda “vacío”.

Viviendo desde el corazón este gesto, se hace realidad el lema de este Año Santo: “MISERICORDIOSOS COMO EL PADRE”

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