El Origen del Jubileo (de
“jubilo”) lo encontramos en el Antiguo Testamento. Se trataba de un año sabático en el cual se
descansaba, se ponían los esclavos en libertad, se dejaban de trabajar las
tierras y se restituían las posesiones que se habían comprado a sus originales
propietarios (Levítico 25,19)
En la Iglesia católica, el Año jubilar o Año santo es un tiempo en que se
conceden gracias espirituales singulares (indulgencias) a los fieles que cumplen determinadas condiciones, a
imitación del año jubilar de los israelitas mencionado en el Antiguo Testamento.
Se tiene la posibilidad de volver al estado original y recomenzar.
En los Jubileos
tiene gran importancia el signo de la Puerta
Santa que está presente en cada Iglesia particular (diócesis). De esta
manera el Jubileo de la Misericordia puede ser una experiencia compartida por
cada persona y así todos tengan la oportunidad de “cruzarla”
La Puerta Santa se convierte
en el signo visible de la comunión universal; para que esta comunión eclesial
sea cada vez más intensa, para que la
Iglesia sea en el mundo el signo vivo del amor y de la misericordia del Padre.
El objetivo de la Puerta Santa
es que la Iglesia, de la que somos parte, sea signo vivo del amor y de
misericordia.
Este misterio de comunión, que hace de la Iglesia signo del
amor del Padre, crece y madura en nuestro corazón cuando el amor, que
reconocemos en la Cruz de Cristo y en cual nos
sumergimos, nos hace amar como nosotros mismos somos amados por Él. Se trata de
un Amor sin fin, que tiene el rostro del perdón y de la misericordia.
Pero el perdón y la misericordia no deben permanecer como bellas palabras,
sino que deben realizarse en la vida cotidiana. Amar y perdonar son el signo concreto y visible que la fe ha transformado nuestros
corazones y nos permite expresar en nosotros la vida misma de Dios.
Amar y perdonar como Dios nos ama y perdona. Este es un programa de vida que no
puede conocer interrupciones o excepciones, sino que nos empuja a andar siempre
más allá sin cansarnos nunca, con la certeza de ser sostenidos por la presencia
paterna de Dios.
Este gran signo de la vida cristiana se
transforma después en tantos otros signos que son característicos del Jubileo.
La Puerta
indica a Jesús mismo que ha dicho: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se
salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento»
(Jn 10,9). Atravesar la Puerta Santa es el signo de nuestra confianza
en Jesús que no ha venido para juzgar, sino para salvar (cfr. Jn. 12,47).
La Puerta es Jesús.
Atravesar la
Puerta Santa en nuestro Acto Jubilar tiene que ser signo de una verdadera
conversión de nuestro corazón. Cuando
atravesamos esa Puerta es bueno recordar que debemos tener abierta también la
puerta de nuestro corazón. Estoy delante de la Puerta Santa y pido al Señor que
me ayude a abrir la puerta de mi corazón. No tendría mucha eficacia el Año
Santo si la puerta de nuestro corazón no dejará pasar a Cristo que nos empuja a
ir hacia los otros, para llevarlo a Él y a su amor. Por lo tanto, como la
Puerta Santa permanece abierta, porque es el signo de la acogida que Dios mismo
nos reserva, así también nuestra puerta, aquella del corazón, esté siempre
abierta para no excluir a ninguno. Ni siquiera aquella o aquel que me molestan.
Ninguno.
En definitiva: atravesando la Puerta Santa no solo le
pido a Dios Perdón y Misericordia para conmigo, sino que me comprometo a convertir
mi corazón para ser misericordioso con todos y perdonar “siete veces siete”. Sin este compromiso el gesto queda “vacío”.
Viviendo desde el corazón este gesto, se hace realidad
el lema de este Año Santo: “MISERICORDIOSOS COMO EL PADRE”
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