Cuando llegó la
capilla al barrio hubo vecinos que se brindaron ofreciendo su mano solidaria, enamorándose
poco a poco de ella. De todos ellos, hoy recordamos a Julio Ginjaume y
su esposa, Andrea, ó Don Julio y Doña Andrea -como nos gustaba llamarlos-, seres
sencillos, queribles e inolvidables. Estos miembros de la comunidad vieron cómo
se levantaba nuestro templo, ladrillo a ladrillo, y con gran devoción cuidaron
de él. Siempre atentos a las necesidades, la atendían más que a su propia casa.
Las cruces que se ubican en ambas paredes del templo y los cuadros del vía
crucis, fueron colocados por Julio ayudado por José, su yerno. También
plantaron los helechos, rosales y hortensias que vemos en los maceteros, cuidándolos
siempre con mucho amor.
Cada mañana, Andrea se
cruzaba para cambiar el agua de los floreros. Y fue en la casa de los Ginjaume
donde el obispo, monseñor Collino, el padre Darío y los diáconos José Oggioni y
Roberto Alonio se prepararon para la ceremonia de la consagración del templo.
En los momentos en
los que los fondos escaseaban, Julio recorría el barrio vendiendo las rifas, y,
sin duda, era el que más vendía, nadie podía igualarlo, y no hablamos de un
talonario de diez, sino de más de cien rifas cada vez. Julio consiguió también
la donación de la heladera que hoy funciona en el salón.
Los años pasaron y
por problemas de salud ya no pudieron trabajar como antes, pero la preocupación
por “su capilla” no cambió: se sentaban en los sillones del living y desde allí
controlaban si alguna persona estaba en la puerta de la capilla, si esto
ocurría, no dudaban en mandar a su hija, Bety para que preguntara qué se necesitaba.
Así fueron sus vidas:
conocieron a Jesús ya grandes, pero dieron todo el resto sus vidas para Él.
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