En una cultura tan relativista, superficial y donde
todo da igual, el cristianismo, ayudado por el evangelio, marca la diferencia.
Cuántas veces, a sabiendas o sin querer, ofendemos al
otro como si nada. ¿Pero es así para Jesús y su proyecto de vida nueva? Si bien
el Evangelio habla de saber perdonar, esto incluye también el “saber pedir
perdón”. Cosa nada fácil pues nuestro orgullo es superlativo y nos impide
reconocer que ofendemos “con o sin razón”. Es importante por ello, como se
enseñaba en otras épocas, hacer todos los días un examen de conciencia para
responder a la siguiente pregunta: “¿alguien se habrá sentido ofendido por
alguna palabra o acto u omisión mía?” Si es así, ya desde el corazón humillado
y contrito, arrepentirme con el propósito de pedir tan inmediatamente como me
sea posible el perdón de mi ofensa. Muy bien se puede aplicar aquello que dice
el Evangelio “Por lo tanto, si al
presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna
queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu
hermano, y solo entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt. 5, 23). Si hay
una actitud esencial en la vida cristiana, es justamente ésta. El mismo Jesús
la colocó en la oración del Padre Nuestro, condicionando el perdón de Dios al
perdón que demos a los que nos ofendieron o que pidamos a los que hemos ofendido. Además, la Palabra aclara: “¿Cuántas
veces tengo que perdonar o pedir perdón?: ¿siete veces? Y Jesús: “no siete sino
setenta veces siete” (Mt. 17,21) es decir ¡siempre! Más claro, imposible. Pero,
¿forma esta actitud parte de nuestro ser cristianos? Evidentemente hay mucho
camino para hacer ya que siempre, por nuestra condición de hombres en
crecimiento, estamos sujetos a fallar en este aspecto. Por eso Jesús también
nos dice: “el que se exalta será humillado y el que se humilla será ensalzado”
(Mt. 23, 12).
Es por eso que esta
actitud nunca puede estar separada de la gran Oración que es la Celebración de la Eucaristía. Ella
es signo de amor fraterno con todos, aún con nuestros enemigos; y si al signo
le falta el contenido pierde su eficacia y su sentido; es, como dice el
Evangelio “dar cosas sagradas a los perros, o arrojar las perlas a los cerdos (…).”
(Mt.7, 6).
Y a no asustarse.
Perdonar o pedir perdón no implica “olvidar”; esto es difícil, sino imposible.
Por eso es un acto de la voluntad y no del sentimiento, un acto al cual nos
mueve solamente la presencia de Jesús en nuestras vidas, y el deseo de
asemejarnos a Él que perdonó incluso a los que lo crucificaban.
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