Queridas
familias:
Este mes, con la Fiesta de Cristo Rey, finaliza el “Año de la Misericordia ”;
también culmina el año pastoral y litúrgico. Esto indica que aquí en la tierra
todo tiene un fin y un recomenzar. Y hablando de finales y principios, el mes
de noviembre comienza con la
Fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de
todos los Difuntos: en estas dos celebraciones quisiera detenerme.
Como dije anteriormente, en el cristianismo tenemos la
certeza de que no hay fin posible para la vida: “Si Cristo resucitó, ustedes
resucitarán con Él”. Con la
Fiesta de todos los Santos, la Iglesia celebra esta
verdad. Los Santos, personas que pasaron de este mundo a la vida eterna unidos
a Cristo, son los amigos de Dios y los que gozan en el plano celestial, es
decir, son los que pasaron por la muerte pero que también han resucitado. Por
nuestra parte, nosotros, solo creciendo en el don de la fe podemos estar
convencidos de esto, pues los santos son, efectivamente, todos aquellos que en
el transcurso de la vida terrena van construyendo el Reino de Dios en el
“seguimiento” de Jesús y los que llegan a su plenitud con el paso de lo terreno
a lo eterno. Así nos lo enseña S. Pablo en sus cartas, alentándonos,
indicándonos, amonestándonos, para que podamos ser felices, pues para eso hemos
sido creados. Una felicidad que consiste en ser parte de Dios, pues así Él lo
quiso.
Con la celebración de la Conmemoración de
todos los Difuntos también vivenciamos la verdad de un renacer en cada final:
no creo que esta celebración sea para rezar por los fallecidos sino,
fundamentalmente, para que podamos “hacer memoria” de ellos, haciéndolos
presentes en nuestras vidas, tomando conciencia de nuestra pequeñez y del hecho
de que también nosotros pasaremos por la experiencia de la muerte. Este día nos
recuerda, por tanto, que la muerte no
tiene la última palabra: es un paso, es el momento de un cambio. En la Conmemoración de
todos los Difuntos recordamos a los fallecidos, los hacemos presentes, pues
ellos son nuestras raíces, ellos nos alimentan, nos sostienen, nos hacen
crecer. Se trata de un gesto opuesto a “los sepultamos y a otra cosa mariposa”
(actitud que va penetrando en nuestra cultura de hoy). Pensemos que, si ellos
son nuestras raíces, no debemos olvidar que un día nosotros seremos raíces de
otros (hijos, parientes, amigos, etc.), y que, si la raíz es buena, queda
garantizado que la planta será sana.
Que nuestros difuntos, que son parte de nuestra vida y
ya viven la amistad plena con Dios, nos ayuden en nuestro caminar para
construir un mundo mejor del que nosotros encontramos.
Que Dios nos bendiga.
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