Este es el resumen de la Exhortación Apostólica Amoris’
Laetitia’ del Papa Francisco
El escrito firmado por el Papa contiene nueve puntos que tratan
la realidad de la familia y supone la conclusión a los Sínodos de la Familia de
2014 y 2015. Por su interés les ofrecemos un resumen de Amoris Laetitia.
Capítulo primero: “A la luz de la Palabra”
Esta Exhortación adquiere un sentido
especial en el contexto de este Año Jubilar de la Misericordia. En primer
lugar, porque la entiendo como una propuesta para las familias cristianas, que
las estimule a valorar los dones del matrimonio y de la familia, y a sostener
un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la
fidelidad o la paciencia. En segundo lugar, porque procura alentar a todos para
que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se
realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo.
La Biblia considera
también a la familia como la sede de la catequesis de los hijos. Eso brilla en
la descripción de la celebración pascual (cf. Ex 12,26-27; Dt 6,20-25), y luego
fue explicitado en la haggadah judía, o sea, en la narración dialógica que
acompaña el rito de la cena pascual.
Los padres tienen el deber de cumplir
con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los sabios bíblicos
(cf. Pr 3,11-12; 6,20- 22; 13,1; 22,15; 23,13-14; 29,17). Los hijos están
llamados a acoger y practicar el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre»
(Ex 20,12), donde el verbo «honrar» indica el cumplimiento de los compromisos
familiares y sociales en su plenitud, sin descuidarlos con excusas religiosas
(cf. Mc 7,11-13). En efecto, «el que honra a su padre expía sus pecados, el que
respeta a su madre acumula tesoros» (Si 3,3-4).
Ante cada familia se presenta el icono
de la familia de Nazaret, con su cotidianeidad hecha de cansancios y hasta de
pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes,
experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias de
prófugos desechados e inermes. Como los magos, las familias son invitadas a
contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo (cf. Mt 2,11). Como
María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos familiares,
tristes y entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las maravillas
de Dios (cf. Lc 2,19.51). En el tesoro del corazón de María están también todos
los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva
cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a interpretarlos para reconocer en la
historia familiar el mensaje de Dios.
Capítulo segundo: Realidad y desafíos de
las familias
Los cristianos no podemos renunciar a
proponer el matrimonio con el fin de no contradecir la sensibilidad actual,
para estar a la moda, o por sentimientos de inferioridad frente al descalabro
moral y humano. Estaríamos privando al mundo de los valores que podemos y
debemos aportar. Es verdad que no tiene sentido quedarnos en una denuncia
retórica de los males actuales, como si con eso pudiéramos cambiar algo.
Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza de la autoridad. Nos cabe
un esfuerzo más responsable y generoso, que consiste en presentar las razones y
las motivaciones para optar por el matrimonio y la familia, de manera que las
personas estén mejor dispuestas a responder a la gracia que Dios les ofrece.
Debemos agradecer que la mayor parte de
la gente valora las relaciones familiares que quieren permanecer en el tiempo y
que aseguran el respeto al otro. Por eso, se aprecia que la Iglesia ofrezca
espacios de acompañamiento y asesoramiento sobre cuestiones relacionadas con el
crecimiento del amor, la superación de los conflictos o la educación de los
hijos. Muchos estiman la fuerza de la gracia que experimentan en la
Reconciliación sacramental y en la Eucaristía, que les permite sobrellevar los
desafíos del matrimonio y la familia. En algunos países, especialmente en
distintas partes de África, el secularismo no ha logrado debilitar algunos
valores tradicionales, y en cada matrimonio se produce una fuerte unión entre
dos familias ampliadas, donde todavía se conserva un sistema bien definido de
gestión de conflictos y dificultades. En el mundo actual también se aprecia el
testimonio de los matrimonios que no sólo han perdurado en el tiempo, sino que
siguen sosteniendo un proyecto común y conservan el afecto. Esto abre la puerta
a una pastoral positiva, acogedora, que posibilita una profundización gradual
de las exigencias del Evangelio.
Nadie puede pensar que debilitar a la
familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo que favorece a
la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración de las personas, el
cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y de
los pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e
indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser
un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad. Debemos reconocer la
gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar cierta estabilidad,
pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo, por ejemplo, no
pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión precaria o cerrada a la
comunicación de la vida nos asegura el futuro de la sociedad. Pero ¿quiénes se
ocupan hoy de fortalecer los matrimonios, de ayudarles a superar los riesgos
que los amenazan, de acompañarlos en su rol educativo, de estimular la
estabilidad de la unión conyugal?
Otro desafío surge de diversas formas de
una ideología, genéricamente llamada gender, que «niega la diferencia y la
reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin
diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta
ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven
una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de
la diversidad biológica entre hombre y mujer. La identidad humana viene
determinada por una opción individualista, que también cambia con el tiempo».
Es inquietante que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a ciertas
aspiraciones a veces comprensibles, procuren imponerse como un pensamiento
único que determine incluso la educación de los niños. No hay que ignorar que
«el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural del sexo (gender), se pueden
distinguir pero no separar». Por otra parte, «la revolución
biotecnológica en el campo de la procreación humana ha introducido la
posibilidad de manipular el acto generativo, convirtiéndolo en independiente de
la relación sexual entre hombre y mujer. De este modo, la vida humana, así como
la paternidad y la maternidad, se han convertido en realidades componibles y
descomponibles, sujetas principalmente a los deseos de los individuos o de las
parejas». Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la
vida, y otra cosa es aceptar ideologías que pretenden partir en dos los
aspectos inseparables de la realidad. No caigamos en el pecado de pretender
sustituir al Creador. Somos creaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos
precede y debe ser recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a
custodiar nuestra humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla
como ha sido creada.
Capítulo tercero: La mirada puesta en
Jesús: Vocación de la familia
La encarnación del Verbo en una familia
humana, en Nazaret, conmueve con su novedad la historia del mundo. Necesitamos
sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de María al
anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en el sí de
José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María; en la fiesta de los
pastores junto al pesebre, en la adoración de los Magos; en fuga a Egipto, en
la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado, perseguido y
humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la alegría que acompaña el
nacimiento de Juan el Bautista, en la promesa cumplida para Simeón y Ana en el
templo, en la admiración de los doctores de la ley escuchando la sabiduría de
Jesús adolescente. Y luego, penetrar en los treinta largos años donde Jesús se
ganaba el pan trabajando con sus manos, susurrando la oración y la tradición
creyente de su pueblo y educándose en la fe de sus padres, hasta hacerla
fructificar en el misterio del Reino. Este es el misterio de la Navidad y el
secreto de Nazaret, lleno de perfume a familia. Es el misterio que tanto
fascinó a Francisco de Asís, a Teresa del Niño Jesús y a Carlos de Foucauld,
del cual beben también las familias cristianas para renovar su esperanza y su
alegría.
El sacramento del matrimonio no es una
convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El
sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos,
porque «su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo
sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por
tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció en la cruz; son
el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el
sacramento les hace partícipes».
El matrimonio es en primer lugar una «íntima
comunidad conyugal de vida y amor», que constituye un bien para los mismos
esposos, y la sexualidad «está ordenada al amor conyugal del hombre y la
mujer». Por eso, también «los esposos a los que Dios no ha concedido tener
hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y
cristianamente». No obstante, esta unión está ordenada a la generación «por su
propio carácter natural». El niño que llega «no viene de fuera a añadirse al
amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del
que es fruto y cumplimiento». No aparece como el final de un proceso, sino que
está presente desde el inicio del amor como una característica esencial que no
puede ser negada sin mutilar al mismo amor. Desde el comienzo, el amor rechaza
todo impulso de cerrarse en sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo
prolonga más allá de su propia existencia. Entonces, ningún acto genital de los
esposos puede negar este significado, aunque por diversas razones no siempre
pueda de hecho engendrar una nueva vida.
En este contexto, no puedo dejar de
decir que, si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la vida es
engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se convierta
en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una
vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que
crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un
derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto
a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de
dominio de otro ser humano.
Capítulo cuarto: El amor en el
matrimonio
Pero el mismo santo Tomás de Aquino ha
explicado que «pertenece más a la caridad querer amar que querer ser amado» y
que, de hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser
amadas». Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse
gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande,
que es «dar la vida» por los demás ( Jn 15,13). ¿Todavía es posible este
desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es
posible, porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis,
dadlo gratis» (Mt 10,8).
El Evangelio invita más bien a mirar la
viga en el propio ojo (cf. Mt 7,5), y los cristianos no podemos ignorar la
constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes
vencer por el mal» (Rm 12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9). Una
cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla,
dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no
llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef
4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la
familia. Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un
pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia,
sin palabras. Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces».
Cuando hemos sido ofendidos o
desilusionados, el perdón es posible y deseable, pero nadie dice que sea fácil.
La verdad es que «la comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada
sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y
generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia,
al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el
desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren
mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de
división en la vida familiar».
El matrimonio es un signo precioso,
porque «cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio,
Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios
rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor
de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas
del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad
perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los
dos esposos una sola existencia ». Esto tiene consecuencias muy concretas y
cotidianas, porque los esposos, « en virtud del sacramento, son investidos de
una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas
sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia, que sigue
entregando la vida por ella».
A quienes temen que en la educación de
las pasiones y de la sexualidad se perjudique la espontaneidad del amor
sexuado, san Juan Pablo II les respondía que el ser humano «está llamado a la
plena y madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual del
discernimiento de los impulsos del propio corazón». Es algo que se conquista,
ya que todo ser humano «debe aprender con perseverancia y coherencia lo que es
el significado del cuerpo». La sexualidad no es un recurso para gratificar o
entretener, ya que es un lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en
serio, con su sagrado e inviolable valor. Así, «el corazón humano se hace
partícipe, por decirlo así, de otra espontaneidad».
Capítulo quinto: Amor que se vuelve
fecundo
El amor siempre da vida. Por eso, el
amor conyugal «no se agota dentro de la pareja […] Los cónyuges, a la vez que
se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo
viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e
inseparable del padre y de la madre».
A cada mujer embarazada quiero pedirle
con afecto: Cuida tu alegría, que nada te quite el gozo interior de la
maternidad. Ese niño merece tu alegría. No permitas que los miedos, las
preocupaciones, los comentarios ajenos o los problemas apaguen esa felicidad de
ser instrumento de Dios para traer una nueva vida al mundo. Ocúpate de lo que
haya que hacer o preparar, pero sin obsesionarte, y alaba como María: «Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su sierva» (Lc 1,46-48). Vive ese sereno
entusiasmo en medio de tus molestias, y ruega al Señor que cuide tu alegría
para que puedas transmitirla a tu niño.
Todo niño tiene derecho a recibir el
amor de una madre y de un padre, ambos necesarios para su maduración íntegra y
armoniosa. Como dijeron los Obispos de Australia, ambos «contribuyen, cada uno
de una manera distinta, a la crianza de un niño. Respetar la dignidad de un
niño significa afirmar su necesidad y derecho natural a una madre y a un
padre». No se trata sólo del amor del padre y de la madre por separado, sino
también del amor entre ellos, percibido como fuente de la propia existencia,
como nido que acoge y como fundamento de la familia. De otro modo, el hijo
parece reducirse a una posesión caprichosa. Ambos, varón y mujer, padre y
madre, son «cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus
intérpretes». Muestran a sus hijos el rostro materno y el rostro paterno del
Señor.
San Juan Pablo II nos invitó a prestar
atención al lugar del anciano en la familia, porque hay culturas que, «como consecuencia
de un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen
llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación». Los ancianos
ayudan a percibir «la continuidad de las generaciones», con «el carisma de
servir de puente». Muchas veces son los abuelos quienes aseguran la transmisión
de los grandes valores a sus nietos, y «muchas personas pueden reconocer que
deben precisamente a sus abuelos la iniciación a la vida cristiana».
Capítulo sexto: Algunas perspectivas
pastorales
Invito a las comunidades cristianas a
reconocer que acompañar el camino de amor de los novios es un bien para ellas
mismas. Como bien dijeron los Obispos de Italia, los que se casan son para su
comunidad cristiana «un precioso recurso, porque, empeñándose con sinceridad
para crecer en el amor y en el don recíproco, pueden contribuir a renovar el
tejido mismo de todo el cuerpo eclesial: la particular forma de amistad que
ellos viven puede volverse contagiosa, y hacer crecer en la amistad y en la
fraternidad a la comunidad cristiana de la cual forman parte». Hay diversas
maneras legítimas de organizar la preparación próxima al matrimonio, y cada
Iglesia local discernirá lo que sea mejor, procurando una formación adecuada
que al mismo tiempo no aleje a los jóvenes del sacramento.
A veces, los novios no perciben el peso
teológico y espiritual del consentimiento, que ilumina el significado de todos
los gestos posteriores. Hace falta destacar que esas palabras no pueden ser
reducidas al presente; implican una totalidad que incluye el futuro: «hasta que
la muerte los separe». El sentido del consentimiento muestra que «libertad y
fidelidad no se oponen, más bien se sostienen mutuamente, tanto en las
relaciones interpersonales, como en las sociales. Efectivamente, pensemos en
los daños que producen, en la civilización de la comunicación global, la
inflación de promesas incumplidas […] El honor de la palabra dada, la fidelidad
a la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden imponer con la
fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio».
Tenemos que reconocer como un gran valor
que se comprenda que el matrimonio es una cuestión de amor, que sólo pueden
casarse los que se eligen libremente y se aman. No obstante, cuando el amor se
convierte en una mera atracción o en una afectividad difusa, esto hace que los
cónyuges sufran una extraordinaria fragilidad cuando la afectividad entra en
crisis o cuando la atracción física decae. Dado que estas confusiones son
frecuentes, se vuelve imprescindible acompañar en los primeros años de la vida
matrimonial para enriquecer y profundizar la decisión consciente y libre de
pertenecerse y de amarse hasta el fin.
El acompañamiento debe alentar a los
esposos a ser generosos en la comunicación de la vida. « De acuerdo con el
carácter personal y humanamente completo del amor conyugal, el camino adecuado
para la planificación familiar presupone un diálogo consensual entre los
esposos, el respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad de cada
uno de los miembros de la pareja. En este sentido, es preciso redescubrir el
mensaje de la Encíclica Humanae vitae (cf. 10-14) y la Exhortación apostólica
Familiaris consortio (cf. 14; 28-35) para contrarrestar una mentalidad a menudo
hostil a la vida.
Los pastores debemos alentar a las
familias a crecer en la fe. Para ello es bueno animar a la confesión frecuente,
la dirección espiritual, la asistencia a retiros. Pero no hay que dejar de
invitar a crear espacios semanales de oración familiar, porque «la familia que
reza unida permanece unida».
La historia de una familia está surcada
por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza. Hay que
ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor
intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se convive
para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo
nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis
implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida
compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial.
De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro
inevitable, a una soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se
asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se
percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno
acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar
el guante y hacerles un lugar en la vida familiar.
Los Padres indicaron que «un
discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los
separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar
especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el
divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia
por los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil,
pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una
pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha
especializados que habría que establecer en las diócesis». Al mismo tiempo,
«hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar —que a
menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía
el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad local y los pastores
deben acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando hay hijos o
su situación de pobreza es grave».
A las personas divorciadas que viven en
nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que «no
están excomulgadas» y no son tratadas como tales, porque siempre integran la
comunión eclesial. Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y un
acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga
sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de la comunidad.
Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un
debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad
matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad».
En el curso del debate sobre la dignidad
y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho notar que los
proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el
matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías,
ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre
el matrimonio y la familia […] Es inaceptable que las iglesias locales sufran
presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la
ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan
el “matrimonio” entre personas del mismo sexo».
Capítulo séptimo: La educación de los
hijos
Los padres siempre inciden en el
desarrollo moral de sus hijos, para bien o para mal. Por consiguiente, lo más
adecuado es que acepten esta función inevitable y la realicen de un modo
consciente, entusiasta, razonable y apropiado.
Aunque los padres necesitan de la
escuela para asegurar una instrucción básica de sus hijos, nunca pueden delegar
completamente su formación moral. El desarrollo afectivo y ético de una persona
requiere de una experiencia fundamental: creer
que los propios padres son dignos de confianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: generar confianza en los
hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos un amoroso respeto.
Cuando un hijo ya no siente que es valioso para sus padres, aunque sea
imperfecto, o no percibe que ellos tienen una preocupación sincera por él, eso
crea heridas profundas que originan muchas dificultades en su maduración. Esa
ausencia, ese abandono afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual
corrección que reciba por una mala acción.
La libertad es algo grandioso, pero
podemos echarla a perder. La educación moral es un cultivo de la libertad a
través de propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios,
ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de
actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos principios
interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud es
una convicción que se ha trasformado en un principio interno y estable del
obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la
educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes
y antisociales.
Asimismo, es indispensable sensibilizar
al niño o al adolescente para que advierta que las malas acciones tienen
consecuencias. Hay que despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y
de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones —a
las conductas antisociales agresivas— pueden cumplir en parte esta finalidad.
Es importante orientar al niño con firmeza a que pida perdón y repare el daño
realizado a los demás.
El encuentro educativo entre padres e
hijos puede ser facilitado o perjudicado por las tecnologías de la comunicación
y la distracción, cada vez más sofisticadas. Cuando son bien utilizadas pueden
ser útiles para conectar a los miembros de la familia a pesar de la distancia.
Los contactos pueden ser frecuentes y ayudar a resolver dificultades. Pero debe
quedar claro que no sustituyen ni reemplazan la necesidad del diálogo más
personal y profundo que requiere del contacto físico, o al menos de la voz de
la otra persona.
El Concilio Vaticano II planteaba la
necesidad de «una positiva y prudente educación sexual» que llegue a los niños
y adolescentes «conforme avanza su edad» y «teniendo en cuenta el progreso de
la psicología, la pedagogía y la didáctica». Deberíamos preguntarnos si nuestras
instituciones educativas han asumido este desafío. Es difícil pensar la
educación sexual en una época en que la sexualidad tiende a banalizarse y a
empobrecerse. Sólo podría entenderse en el marco de una educación para el amor,
para la donación mutua. De esa manera, el lenguaje de la sexualidad no se ve
tristemente empobrecido, sino iluminado.
Una educación sexual que cuide un sano
pudor tiene un valor inmenso, aunque hoy algunos consideren que es una cuestión
de otras épocas. Es una defensa natural de la persona que resguarda su
interioridad y evita ser convertida en un puro objeto. Sin el pudor, podemos
reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran sólo en la
genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en diversas
formas de violencia sexual que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a
dañar a otros.
Con frecuencia la educación sexual se
concentra en la invitación a «cuidarse», procurando un «sexo seguro». Esta
expresión transmite una actitud negativa hacia la finalidad procreativa natural
de la sexualidad, como si un posible hijo fuera un enemigo del cual hay que
protegerse. Así se promueve la agresividad narcisista en lugar de la acogida.
Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que jueguen con sus
cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo
y los objetivos propios del matrimonio. De ese modo se los alienta alegremente
a utilizar a otra persona como objeto de búsquedas compensatorias de carencias
o de grandes límites.
La educación de los hijos debe estar
marcada por un camino de transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo
de vida actual, por los horarios de trabajo, por la complejidad del mundo de
hoy donde muchos llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir. Sin embargo,
el hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y
la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo.
Capítulo octavo: Acompañar, discernir e
integrar la fragilidad
Se trata de integrar a todos, se debe
ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la comunidad
eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia «inmerecida,
incondicional y gratuita». Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa
no es la lógica del Evangelio. No me refiero sólo a los divorciados en nueva
unión sino a todos, en cualquier situación en que se encuentren. Obviamente, si
alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o
quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender
dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la
comunidad (cf. Mt 18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del Evangelio y
la invitación a la conversión. Pero aun para él puede haber alguna manera de
participar en la vida de la comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de
oración o de la manera que sugiera su propia iniciativa, junto con el
discernimiento del pastor.
Si se tiene en cuenta la innumerable
diversidad de situaciones concretas, como las que mencionamos antes, puede
comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva
normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos. Sólo cabe un
nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos
particulares, que debería reconocer que, puesto que «el grado de
responsabilidad no es igual en todos los casos», las consecuencias o efectos de
una norma no necesariamente deben ser siempre las mismas. Los presbíteros
tienen la tarea de « acompañar a las personas interesadas en el camino del
discernimiento de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del
Obispo.
Capítulo noveno: espiritualidad
matrimonial y familiar
La presencia del Señor habita en la
familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e
intentos cotidianos. Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y
mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el
Señor reina allí con su gozo y su paz. La espiritualidad del amor familiar está
hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de
encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega asocia «
a la vez lo humano y lo divino », porque está llena del amor de Dios. En definitiva,
la espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el
amor divino.
Una comunión familiar bien vivida es un
verdadero camino de santificación en la vida ordinaria y de crecimiento
místico, un medio para la unión íntima con Dios. Porque las exigencias
fraternas y comunitarias de la vida en familia son una ocasión para abrir más y
más el corazón, y eso hace posible un encuentro con el Señor cada vez más
pleno.
La oración en familia es un medio
privilegiado para expresar y fortalecer esta fe pascual. Se pueden encontrar
unos minutos cada día para estar unidos ante el Señor vivo, decirle las cosas
que preocupan, rogar por las necesidades familiares, orar por alguno que esté
pasando un momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle gracias por la vida
y por las cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con su manto de madre.
Con palabras sencillas, ese momento de oración puede hacer muchísimo bien a la
familia. Las diversas expresiones de la piedad popular son un tesoro de espiritualidad
para muchas familias. El camino comunitario de oración alcanza su culminación
participando juntos de la Eucaristía, especialmente en medio del reposo
dominical. Jesús llama a la puerta de la familia para compartir con ella la
cena eucarística (Ap 3,20).