Queridos hermanos y hermanas,
buenos días.
Hace pocos días comenzó el Sínodo
de los Obispos sobre el tema “La vocación y la misión de la familia en la
Iglesia y en el mundo contemporáneo”. La familia que camina en la vía del Señor
es fundamental en el testimonio del amor de Dios y merece por ello la
dedicación de la que la Iglesia es capaz. El Sínodo está llamado a interpretar,
hoy, esta solicitud y esta atención de la Iglesia. Acompañemos todo el
recorrido sinodal sobre todo con nuestra oración y nuestra atención. Y en
este período las catequesis serán reflexiones inspiradas por algunos aspectos
de la relación --que podemos decir indisoluble-- entre la Iglesia y la familia,
con el horizonte abierto para el bien de la entera comunidad humana.
Una mirada atenta a la vida
cotidiana de los hombres y de las mujeres de hoy muestra inmediatamente la necesidad
que hay por todos lados de una robusta inyección de espíritu familiar. De
hecho, el estilo de las relaciones --civiles, económicas, jurídicas,
profesionales, de ciudadanía-- aparece muy racional, formal, organizado, pero
también muy “deshidratado”, árido, anónimo. A veces se hace insoportable.
Aun queriendo ser inclusivo en sus formas, en la realidad abandona a la
soledad y al descarte un número cada vez mayor de personas. Por esto, la
familia abre para toda la sociedad una perspectiva más humana: abre los ojos de
los hijos sobre la vida - y no solo la mirada, sino también todos los
demás sentidos - representando una visión de la relación humana edificada sobre
la libre alianza de amor. La familia introduce a la necesidad de las uniones de
fidelidad, sinceridad, confianza, cooperación, respeto; anima a proyectar un
mundo habitable y a creer en las relaciones de confianza, también en
condiciones difíciles; enseña a honrar la palabra dada, el respeto a las
personas, el compartir los límites personales y de los demás. Y todos somos
conscientes de lo insustituible de la atención familiar por los miembros
más pequeños, más vulnerables, más heridos, e incluso los más desastrosos en
las conductas de su vida. En la sociedad, quien practica estas actitudes, las
ha asimilado del espíritu familiar, no de la competición y del deseo de
autorrealización.
Pues bien, aun sabiendo todo esto,
no se da a la familia el peso debido --y reconocimiento, y apoyo-- en la
organización política y económica de la sociedad contemporánea. Quisiera decir
más: la familia no solo no tiene reconocimiento adecuado, ¡sino que no genera
más aprendizaje! A veces nos vendría decir que, con toda su ciencia y su
técnica, la sociedad moderna no es capaz todavía de traducir estos
conocimientos en formas mejores de convivencia civil. No solo la organización
de la vida común se estanca cada vez más en una burocracia del todo extraña a
las uniones humanas fundamentales, sino, incluso, las costumbres sociales y
políticas muestran a menudo signos de degradación --agresividad, vulgaridad,
desprecio…--, que están por debajo del umbral de una educación familiar también
mínimo. En tal situación, los extremos opuestos de este embrutecimiento de las
relaciones --es decir el embotamiento tecnocrático y el familismo amoral-- se
conjugan y se alimentan el uno al otro. Es una paradoja.
La Iglesia individua hoy, en este
punto exacto, el sentido histórico de su misión sobre la familia y del
auténtico espíritu familiar: comenzando por una atenta revisión de la vida, que
se refiere a sí misma. Se podría decir que el “espíritu familiar” es una
carta constitucional para la Iglesia: así el cristianismo debe aparecer, y así
debe ser. Está escrito en letras claras: “Vosotros que un tiempo estabais
lejos – dice san Pablo – […] ya no sois extranjeros ni huéspedes, sino
conciudadanos de los santos y familia de Dios” (Ef. 2,19). La Iglesia es y
debe ser la familia de Dios.
Jesús, cuando llamó a Pedro para
seguirlo, le dijo que le haría “pescador de hombres”; y por esto es necesario
un nuevo tipo de redes. Podríamos decir que hoy las familias son una de las
redes más importantes para la misión de Pedro y de la Iglesia. ¡Esta no es una
red que hace prisioneros! Al contrario, libera de las malas aguas del abandono
y de la indiferencia, que ahogan a muchos seres humanos en el mar de la soledad
y de la indiferencia. La familia sabe bien qué es la dignidad de sentirse hijos
y no esclavos, o extranjeros, o solo un número de carné de identidad.
Desde aquí, desde la familia, Jesús
comienza de nuevo su paso entre los seres humanos para persuadirlos que Dios no
les ha olvidado. De aquí, Pedro toma fuerzas para su ministerio. De aquí la
Iglesia, obedeciendo a la palabra del Maestro, sale a pescar al lago, segura
que, si esto sucede, la pesca será milagrosa. Pueda el entusiasmo de los Padres
sinodales, animados por el Espíritu Santo, fomentar el impulso de una Iglesia
que abandona las viejas redes y vuelve a pescar confiando en la palabra de su
Señor. ¡Recemos intensamente por esto! Cristo, por lo demás, ha prometido y nos
confirma: si incluso los malos padres no rechazan dar pan a los hijos
hambrientos, ¡Imaginémonos si Dios no dará el Espíritu a los que – aun
imperfectos como son – lo piden con apasionada insistencia (cfr Lc 11,9-13)!
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