Cuántas veces nos
preguntamos, ¿qué le pasa a la sociedad?, ¿por qué este odio, divisiones,
desigualdades, inseguridad, una vida sin paz, siempre con sobresaltos? Y lo
peor es que, ya sin preguntarnos nada… ¡nos estamos acostumbrando a todo esto!,
lo naturalizamos.
La respuesta es sencilla y preocupante a la vez: ¡hemos desterrado a Dios de la sociedad!
Cierto es que de algún lugar venimos, alguien nos creó, nuestra
existencia tiene un origen. Y además: no somos solo materia, corporeidad;
también tenemos un espíritu, lo que anima nuestro cuerpo, el “ser persona” que
va más allá de la corporeidad. No obstante, hoy vivimos envueltos en lo que se
llama “el pensamiento único”, que se impone en todas partes como la única
verdad. Y este pensamiento único no tiene Dios, sólo un dios hombre; no tiene
reglas, mandamientos, porque, para esta manera de pensar, todo surge del
individualismo, del egoísmo; diríamos, del “divide y reina”. Y en esta
perspectiva, a Dios -en cuanto ser supremo, origen y fin de la vida humana- hay
que hacerlo desaparecer pues de otra manera nos condiciona y nos impide
“realizarnos”.
Esta idea de un “Dios desterrado” se va imponiendo sin que nosotros nos
demos cuenta; en esta sociedad individualista, lo primero es “aguar” a Dios,
ponerlo lejos, intrascendente, hacerlo inútil para el desarrollo humano,
encerrarlo en los templos. Luego se trata de disolver toda relación con Él:
vivir, comer, dormir y hacer lo que se quiera sin Dios. Así, todos nos
convertimos en prisioneros de nuestro “yo” y se pierde una relación común de
los seres humanos.
Por el contrario, quien quiera ser verdaderamente cristiano tiene que
cuidarse para no caer en ese “endiosamiento de sí mismo”, tienen que reconocer
que es salvado por Cristo, y no por la propia voluntad. El auténticamente
cristiano sabe que sin Cristo, sin su persona y su mensaje, no hay posibilidad
de mejorar las relaciones interpersonales, en las instituciones, en las
estructuras. Creer en Cristo es asumir, comprometerse, vivir -sin discusiones
ni objeciones- su mensaje plasmado en la Escritura , especialmente en el Nuevo Testamento
que es la plenitud de la revelación. Porque Jesús nos dice bien clarito: “Yo
soy el camino, la verdad, la vida”, y agrega: “Yo soy el Pan de Vida bajado del
cielo, el que coma de este Pan vivirá para siempre, no morirá jamás”. Jesús nos
enseña que lo más importante, lo que resume todos lo que dijeron los profetas y
hasta la misma Ley, se halla en su: “amarás a Dios sobre todas las cosas, con
todo tu espíritu, con toda tu alma, y a tu prójimo como a ti mismo”. Esta es la regla de oro.
Dios nos creó, sabe lo que somos y como tenemos que funcionar; y para
superar las dificultades que pueden surgir nos mandó a su Hijo. No desterremos
de nuestra vida personal, de nuestras familias, de nuestro contexto a este Dios
que nos ama. Aunque muchas veces nos equivoquemos. Y aprendamos que ese Dios tiene nombre y apellido: Jesús de Nazaret, y
que lo tenemos que conocer, amar y seguir.
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