Un hilo
conductor de los mensajes del Papa Francisco durante éste, su primer año como
Obispo de Roma, es el tema de un “Dios Misericordioso”. Una “buena noticia” en
medio de tantas malas y distorsionadas noticias que estamos acostumbrados a
escuchar dentro y fuera de la
Iglesia.
Pero, ¿cómo
podemos tener una buena comprensión de esta verdad evangélica y que sobre todo
el Evangelista Lucas nos presenta en varios e importantes pasajes de su
escrito?
Lucas era
discípulo de Pablo y conocía bien el anuncio que el apóstol proclamaba al respecto: lo que salva es la Fe en Jesucristo y no las obras
(cumplimiento de la Ley )
[Gal.], si bien una no elimina a la otra….
Veamos: la
palabra “misericordia” y “miseria” tienen la misma raíz. Una, la misericordia,
es característica esencial de Dios; la otra, la miseria es la característica
del ser humano. La misericordia es una característica de Dios expresada frecuentemente
en los Evangelios: en la parábola del hijo pródigo; con la mujer adúltera; con la
mujer “pecadora” que baña los pies de Jesús, los seca, los besa, los perfuma,
etc. La miseria, por el contrario, es la no perfección, nuestras debilidades,
hasta nuestros pecados; es una realidad que, aunque tratemos de esconderla,
siempre está allí; aunque nos cuesta reconocerla en nosotros mismos; es más fácil
verla en los demás…
Sólo cuando se encuentran las dos características,
misericordia y miseria, se produce la “salvación” o la restauración y se puede
tener la experiencia del Dios Misericordioso, de la paz interior, de la fuerza
que ayuda a modificar la vida.
Para esto
eso es importante la virtud de la humildad, el reconocer nuestras miserias y
ponerlas a los pies de Jesús, el Dios encarnado. En ese momento oiremos en
nuestro interior “tus pecados (miserias) te son perdonados”, “tu fe te ha salvado”.
Una fe que hace presente a Jesús que vino a sanar a los enfermos y no a los
“sanos”.
Al respecto
resulta iluminante el Evangelio de Lucas 7, 36,
para pensar en todo esto y así sacar nuestras propias conclusiones.
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