Una de las misiones del párroco en una Comunidad -no
la única pero sí una de suma importancia- es la de “ser educador de la fe”. Es una misión irrenunciable; la presencia
del sacerdote y el sentido presbiteral no tendrían sentido sin esta misión. El
Párroco hace presente el objeto de nuestra fe, a Jesús el Buen Pastor, el que
siembra la semilla de la fe en las personas y pide a sus colaboradores
ministeriales (servidores: Papa, Obispos, Presbíteros y Diáconos) que, además
de transmitir la fe, la eduquen. Sería
incongruente pensar que el Párroco es el empleado eclesiástico encargado de
distribuir sacramentos sin ton ni son y que la palabra “administrar”, sea igual
a “repartir” sin más los signos cristianos.
Educar viene de “e-ducere” (conducir de adentro hacia
afuera). El mejor ejemplo, tomado de la misma naturaleza, es el de la semilla
que el agricultor coloca en la tierra preparada. En este caso la semilla la
pone el mismo Jesús (son los tres dones sobrenaturales: Fe, Esperanza, Amor).
Luego Él, a través de sus colaboradores, tiene que hacer que esa semilla se
desarrolle, regándola, abonándola, cuidándola; más tarde esa semillita se irá convirtiendo en plantita
y, por lo tanto, necesitará un tutor (lo
importante de este elemento) para que no se deje vencer por los vientos;
necesitará también que el agricultor le pode
todas las ramitas que se van en vicio y dificultan el crecimiento fuerte y
seguro. El objetivo es que esa planta dé los frutos propios de la naturaleza de
la semilla. En este caso, la semilla de la fe dará los frutos de vida cristiana,
que son las obras…
¿Cuál es el potencial escondido en la semilla? ¡Es Jesús!,
ese es el contenido de nuestra fe. Es la Palabra hecha carne que anuncia quién
es Dios y qué es el hombre; el que da la vida para unir lo humano con lo
divino, el que nos devuelve la filiación divina; el que perdona los pecados. Por eso, lo que el agricultor
tiene que cuidar es que la Palabra de Dios se desarrolle y crezca para que quien se dice cristiano se convierta
en otro Cristo.
Conocemos las dificultades de vivir esta misión. La
cultura del individualismo, el “yo me las arreglo sólo”, hace difícil educar y
ser educado. Nos cuesta saber escuchar y rumiar, en este mundo frenético cuesta
interesarse por las realidades de Dios (la Fe); la superficialidad, la falta de
mirada sacramental (ver solo lo humano), etc. impide que la semilla
crezca. Consuela el hecho de saber que
ni Juan el Bautista (que predicaba en el desierto), ni el resto de los profetas,
ni aún el mismo Jesús tuvieron mucho éxito. Pero igualmente podemos ver que
Dios ha seguido y sigue su camino de salvación. Él será el Juez frente a nuestras
decisiones, respuestas y sinceridad de
intenciones.
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