viernes, 15 de febrero de 2019

‘6ª CATEQUESIS DEL ‘PADRE NUESTRO’



“Padre de todos nosotros”
(Pasaje bíblico: Del Evangelio según San Lucas 10, 21-22)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestro itinerario para aprender cada vez mejor a rezar como Jesús nos enseñó. Tenemos que rezar como Él nos enseñó a hacerlo.
Él dijo: cuando reces, entra en el silencio de tu habitación, retírate del mundo y dirígete  a Dios llamándolo “¡Padre!”. Jesús quiere que sus discípulos no sean como los hipócritas que rezan de pie en las calles para que los admire la gente (cf. Mt 6, 5). Jesús no quiere hipocresía. La verdadera oración es la que se hace en el secreto de la conciencia, del corazón: inescrutable, visible solo para Dios. Dios y yo. Esa oración huye de la falsedad: ante Dios es imposible fingir. Es imposible, ante Dios no hay truco que valga, Dios nos conoce así, desnudos en la conciencia y no se puede fingir. En la raíz del diálogo con Dios hay un  diálogo silencioso, como el cruce de miradas entre dos personas que se aman: el hombre y Dios cruzan la mirada, y esta es oración. Mirar a Dios y dejarse mirar por Dios: esto es rezar. “Pero, padre, yo no digo palabras…” Mira a Dios y déjate mirar por Él: es una oración, ¡una hermosa oración!
Sin embargo, aunque la oración del discípulo sea confidencial, nunca cae en el intimismo. En el secreto de la conciencia, el cristiano no deja el mundo fuera de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y situaciones, los problemas, tantas cosas, todas las llevo en la oración.
Hay una ausencia impresionante en el texto de “Nuestro Padre”. ¿Si yo preguntase a vosotros cual es la ausencia impresionante en el texto del Padre nuestro? No será fácil responder. Falta una palabra. Pensadlo todos: ¿qué falta en el Padre nuestro? Pensad, ¿qué falta? Una palabra. Una palabra por la que en nuestros tiempos, -pero quizás siempre-, todos tienen una gran estima. ¿Cuál es la palabra que falta en el Padre nuestro que rezamos todos los días? Para ahorrar tiempo os la digo: Falta la palabra “yo”. “Yo” no se dice nunca.  Jesús nos enseña a rezar, teniendo en nuestros labios sobre todo el “Tú”, porque la oración cristiana es diálogo: “santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad”.
No mi nombre, mi reino, mi voluntad. Yo no, no va. Y luego pasa al “nosotros“. Toda la segunda parte del “Padre Nuestro” se declina en la primera persona plural: “Danos nuestro pan de cada día, perdónanos nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal”. Incluso las peticiones humanas más básicas, como la de  tener comida para satisfacer el hambre, son todas en plural. En la oración cristiana, nadie pide el pan para sí mismo: dame el pan de cada día, no, danos, lo suplica para todos, para todos los pobres del mundo. No hay que olvidarlo, falta la palabra “yo”. Se reza con el tú y con el nosotros. Es una buena enseñanza de Jesús. No os olvidéis.
¿Por qué? Porque no hay espacio para el individualismo en el diálogo con Dios. No hay ostentación de los problemas personales como si fuéramos los únicos en el mundo que sufrieran. No hay oración elevada a Dios que no sea la oración de una comunidad de hermanos y hermanas, el nosotros: estamos en comunidad, somos hermanos y hermanas, somos un pueblo que reza, “nosotros”. Una vez el capellán de una cárcel me preguntó: “Dígame, padre, ¿Cuál es la palabra contraria a yo? Y yo, ingenuo, dije: “Tú”. “Este es el principio de la guerra. La palabra opuesta a “yo” es “nosotros”, donde está la paz, todos juntos”. Es una hermosa enseñanza la que me dio aquel cura.
Un cristiano lleva a la oración todas las dificultades de las personas que están a su lado: cuando cae la noche, le cuenta a Dios los dolores con que se ha cruzado ese día; pone ante Él tantos rostros, amigos e incluso hostiles; no los aleja como distracciones peligrosas. Si uno no se da cuenta de que a su alrededor hay tanta gente que sufre, si no se compadece de las lágrimas de los pobres, si está acostumbrado a todo, significa que su corazón es ¿cómo es? ¿Marchito? No, peor: es de piedra. En este caso, es bueno suplicar al Señor que nos toque con su Espíritu y ablande nuestro corazón. “Ablanda, Señor, mi corazón”. Es una oración hermosa: “Señor, ablanda mi corazón, para que entienda y se haga cargo de todos los problemas, de todos los dolores de los demás”. Cristo no pasó inmune al lado de las miserias del mundo: cada vez que percibía una soledad, un dolor del cuerpo o del espíritu, sentía una fuerte compasión, como las entrañas de una madre. Este “sentir compasión” –no olvidemos esta palabra tan cristiana: sentir compasión- es uno de los verbos clave del Evangelio: es lo que empuja al buen samaritano a acercarse al hombre herido al borde del camino, a diferencia de otros que tienen un corazón duro.
Podemos preguntarnos: cuando rezo, ¿me abro al llanto de tantas personas cercanas y lejanas?, ¿O pienso en la oración como un tipo de anestesia, para estar más tranquilo? Dejo caer la pregunta, que cada uno conteste. En este caso caería víctima de un terrible malentendido. Por supuesto, la mía ya no sería una oración cristiana. Porque ese “nosotros” que Jesús nos enseñó me impide estar solo tranquilamente y me hace sentir responsable de mis hermanos y hermanas.
Hay hombres que aparentemente no buscan a Dios, pero Jesús nos hace rezar también por ellos, porque Dios busca a estas personas más que a nadie. Jesús no vino por los sanos, sino por los enfermos, por  los pecadores (cf. Lc 5, 31), es decir, por  todos, porque el que piensa que está sano, en realidad no lo está. Si trabajamos por la justicia, no nos sintamos mejor que los demás: el Padre hace que su sol salga sobre los buenos y sobre los malos (cf. Mt 5:45). ¡El Padre ama a todos! Aprendamos de Dios que siempre es bueno con todos, a diferencia de nosotros que solo podemos ser buenos con alguno, con alguno que me gusta.
Hermanos y hermanas, santos y pecadores, todos somos hermanos amados por el mismo Padre. Y, en el ocaso de la vida, seremos juzgados por el amor, por cómo hemos amado. No solo el amor sentimental, sino también compasivo y concreto, de acuerdo con la regla evangélica -¡no la olvidéis!- “Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos, más pequeños a mí lo hicisteis”. Así dice el Señor. Gracias.


ORACION DEL JUBILEO PARROQUIAL


Señor Jesús, te estamos agradecidos por esta oportunidad y don de crecer en nuestra vida de fe cristiana, gracias a nuestro Jubileo Parroquial. Queremos escuchar tu voz, conocer tu proyecto sobre la Iglesia y que nos lo vuelves a ofrecer por medio de la Iglesia, con tu Palabra y su enseñanza.
Por eso te pedimos que nos hagas dóciles, que abras nuestro corazón y nos permitas vivir durante todo este año esa re-conversión que tanto necesitamos, sea  personal como comunitariamente. Aleja de nosotros la tentación de la autosuficiencia y dónanos tu Santo Espíritu para que en nosotros suceda lo que le sucedió a tu pequeña Iglesia de Jerusalén el día de Pentecostés.
Te lo pedimos a ti que no solo eres nuestro Maestro, sino nuestro Dios y Salvador. AMEN

lunes, 4 de febrero de 2019

¿QUÉ ES UN JUBILEO?


El Jubileo tiene su origen en el Antiguo Testamento.
En aquel entonces trataba un tema de justicia. Estaba instalada la conciencia de que la tierra le pertenecía a Dios y que, para la subsistencia de sus hijos, se había distribuido entre las once tribus de Israel (la 12º era la tribu sacerdotal, que se dedicaba al culto y subsistía gracias a las otras once). A su vez, cada tribu dividía la tierra entre sus miembros (sociedad patriarcal), pero, siendo los hombres imperfectos, surgieron problemas: algunos perdieron sus tierras que pasaron a manos de otros de la misma tribu. Para solucionarlo se dictó una ley por la cual cada 50 años las tierras enajenadas regresaban sus habitantes originarios. En otras palabras, cada 50 años todo volvía a su estado original.
Pensándolo ampliamente (y no sólo desde lo político y social) el Jubileo era una invitación a mirar la realidad con los ojos de Dios: “hay que recomenzar”. Y así lo queremos vivir hoy: como una oportunidad que nos regala Dios para “recomenzar” a vivir con más intensidad nuestra relación original con Dios y con la comunidad. Sería como decimos normalmente: “borrón y cuenta nueva”. Repito: es una nueva oportunidad que el Buen Padre celestial nos está dando.
Imaginemos el propósito de Mons. Alejandro Schell, obispo de Lomas de Zamora, cuando decidió hacer que el Oratorio San Jorge -que sacerdotes Salesianos dejaban- fuese Parroquia: que se convirtiera en un “faro” desde donde hombres y mujeres vivieran guiados cristianamente, ayudados por una educación en la fe, por una vida sacramental, por un compartir para que “los de afuera” vieran “cómo se aman y los demás reconozcan que son discípulos de Jesús”. Seguramente monseñor pensaba en una nueva Comunidad que tendría como misión comunicar, por medio del testimonio, la centralidad de la vida de Jesús, que nos hace mejores hombres y mujeres, con criterios y valores evangélicos. Y esto seguramente se lo indicó al P. Juan Carlos, el primer párroco (1969-1981)
Todo esto nos está señalando el horizonte hacia el cual tenemos que movernos para vivir el Jubileo.

viernes, 1 de febrero de 2019

LA EUCARISTÍA: CORAZÓN DE LA COMUNIDAD Y DEL JUBILEO PARROQUIAL


Nuestra cultura religiosa cristiana no tiene muy en claro que la Eucaristía es el corazón de la vida de los cristianos y de una Comunidad. Nos hemos acostumbrado -y pienso que es más por ignorancia que por costumbre- a desconocerla o minimizarla. De hecho, el 3º mandamiento nos dice “Santificar la fiesta” y la Iglesia la protege con el 1º “precepto”: “Participar de la Misa todos los domingos y fiestas de precepto”.
Sobre todo esto, vale recordar aquello que Jesús le dijo a sus amigos en la “Última Cena” (su única eucaristía): “HACED ESTO EN MEMORIA MÍA”. Es un mandato. La palabra “memoria” no sólo quiere decir “recordar”, es sobre todo “hacer presente” con un rito y gestos lo que Él realizaría al día siguiente: “dar la vida para el perdón de los pecados y, por ende, para ponernos en sintonía con la divinidad” para realizar en ese gesto, “el jubileo”, en favor de los hombres (volver al estado original: ser imagen y semejanza con Dios).
Entonces, si no participo, ¿qué pasa? Si no hay un motivo bien justificado para ausentarse en la Eucaristía, es “pecado”, ya que “pecado” es no escuchar a Dios, es preferir otra cosa, es indiferencia, es soberbia (no tener necesidad de Él). También es pecado hacia la Iglesia, la familia cristiana con la que estoy llamado a crecer y compartir, porque implica que no me interesan -aún con diferencias o sin ellas- mis hermanos. En todos los casos, si hay una ley, la estoy desoyendo…
Cabe preguntarnos: si estoy en pecado ¿puedo comulgar sin más?
Como ya dijimos en otro boletín, la ley y los preceptos no son para esclavizarnos, sino para ayudarnos a cuidarnos, a contenernos, para que no nos desviemos… ¡los preceptos son estamentos positivos!

MISIÓN DEL PÁRROCO EN UNA COMUNIDAD



Una de las misiones del párroco en una Comunidad -no la única pero sí una de suma importancia- es la de “ser educador de la fe”. Es una misión irrenunciable; la presencia del sacerdote y el sentido presbiteral no tendrían sentido sin esta misión. El Párroco hace presente el objeto de nuestra fe, a Jesús el Buen Pastor, el que siembra la semilla de la fe en las personas y pide a sus colaboradores ministeriales (servidores: Papa, Obispos, Presbíteros y Diáconos) que, además de transmitir la fe, la eduquen. Sería incongruente pensar que el Párroco es el empleado eclesiástico encargado de distribuir sacramentos sin ton ni son y que la palabra “administrar”, sea igual a “repartir” sin más los signos cristianos.
Educar viene de “e-ducere” (conducir de adentro hacia afuera). El mejor ejemplo, tomado de la misma naturaleza, es el de la semilla que el agricultor coloca en la tierra preparada. En este caso la semilla la pone el mismo Jesús (son los tres dones sobrenaturales: Fe, Esperanza, Amor). Luego Él, a través de sus colaboradores, tiene que hacer que esa semilla se desarrolle, regándola, abonándola, cuidándola; más tarde esa semillita se irá convirtiendo en plantita y, por lo tanto, necesitará un tutor (lo importante de este elemento) para que no se deje vencer por los vientos; necesitará también que el agricultor le pode todas las ramitas que se van en vicio y dificultan el crecimiento fuerte y seguro. El objetivo es que esa planta dé los frutos propios de la naturaleza de la semilla. En este caso, la semilla de la fe dará los frutos de vida cristiana, que son las obras…
¿Cuál es el potencial escondido en la semilla? ¡Es Jesús!, ese es el contenido de nuestra fe. Es la Palabra hecha carne que anuncia quién es Dios y qué es el hombre; el que da la vida para unir lo humano con lo divino, el que nos devuelve la filiación divina; el que  perdona los pecados. Por eso, lo que el agricultor tiene que cuidar es que la Palabra de Dios se desarrolle y crezca  para que quien se dice cristiano se convierta en otro Cristo.
Conocemos las dificultades de vivir esta misión. La cultura del individualismo, el “yo me las arreglo sólo”, hace difícil educar y ser educado. Nos cuesta saber escuchar y rumiar, en este mundo frenético cuesta interesarse por las realidades de Dios (la Fe); la superficialidad, la falta de mirada sacramental (ver solo lo humano), etc. impide que la semilla crezca.  Consuela el hecho de saber que ni Juan el Bautista (que predicaba en el desierto), ni el resto de los profetas, ni aún el mismo Jesús tuvieron mucho éxito. Pero igualmente podemos ver que Dios ha seguido y sigue su camino de salvación. Él será el Juez frente a nuestras decisiones,  respuestas y sinceridad de intenciones.