El Papa ha concluido hoy el ciclo de catequesis sobre los Diez
Mandamientos, hablando del tema La ley nueva en Cristo y los
deseos según el Espíritu
(Pasaje bíblica: de la Carta a los Gálatas de San Pablo
Apóstol, 5, 16-18, 22-23).
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy, que concluye el itinerario de los Diez
Mandamientos, podemos usar como tema clave el de los deseos, que nos permite volver a recorrer el camino hecho y
resumir las etapas cumplidas leyendo el texto del Decálogo, siempre a la luz de
la plena revelación en Cristo.
Habíamos empezado con la gratitud
como la base de la relación de confianza y obediencia: Dios, como hemos
visto, no pide nada antes de haber dado mucho más. Nos invita a la obediencia
para rescatarnos del engaño de las idolatrías que tienen tanto poder sobre
nosotros. En efecto, intentar realizarse a través de los ídolos de este mundo
nos vacía y nos esclaviza, mientras que lo que nos da estatura y consistencia
es la relación con Aquel que, en Cristo, nos hace hijos a partir de su
paternidad (cf. Ef. 3,14). 16).
Esto implica un proceso de bendición y de liberación, que es el descanso
verdadero, auténtico. Como dice el salmo: “En Dios solo el descanso de mi alma;
de él viene mi salvación” (Sal 62, 2).
Esta vida liberada se convierte en aceptación de nuestra historia personal
y nos reconcilia con lo que, desde la infancia hasta el presente, hemos vivido,
haciéndonos adultos y capaces de dar el justo peso a las realidades y las
personas de nuestras vidas. Por este camino entramos en la relación con el
prójimo que, a partir del amor que Dios muestra en Jesucristo, es una llamada a
la belleza de la fidelidad, la generosidad y la autenticidad.
Pero para vivir así – o sea, en la belleza de la fidelidad, de la
generosidad y de la autenticidad-necesitamos un corazón nuevo,
habitado por el Espíritu Santo (cf. Ez 11,19; 36,26). Yo me
pregunto: ¿cómo se produce este
“trasplante” de corazón, del corazón viejo al corazón nuevo? A través del don
de los nuevos deseos (cf. Rom 8: 6), que se siembran en
nosotros por la gracia de Dios, especialmente a través de los Diez Mandamientos
que Jesús llevó a su cumplimento, como enseña en el “sermón de la montaña”
(cf., 17-48). De hecho, al contemplar la vida descrita en el Decálogo, o sea
una existencia agradecida, libre, bendecidora, adulta, defensora y amante de la
vida, fiel, generosa y sincera, nos encontramos ante Cristo, casi sin darnos
cuenta de ello. El Decálogo es su “radiografía”, lo describe como un negativo
fotográfico que deja que su rostro aparezca, como en la Sábana Santa. Y así, el
Espíritu Santo fecunda nuestro corazón poniendo en él los deseos que son un don
suyo, los deseos del Espíritu. Desear según el Espíritu,
desear al ritmo del Espíritu, desear con la música del Espíritu.
Mirando a Cristo vemos la belleza, el bien, la verdad. Y el Espíritu genera
una vida que, secundando estos deseos, activa en nosotros la esperanza, la fe y
el amor.
Así descubrimos mejor lo que significa que el Señor Jesús no vino a abolir
la ley sino a cumplirla, a hacer que creciera y mientras la ley según la carne
era una serie de prescripciones y prohibiciones, según el Espíritu esta misma
ley se convierte en vida (cf. Jn.. 6, 63, Ef. 2:15),
porque ya no es una norma, sino la carne misma de Cristo, que nos ama, nos
busca, nos perdona, nos consuela y en su Cuerpo recompone la comunión con el
Padre, perdida por la desobediencia del pecado. Y así la negatividad literaria,
la negatividad en la expresión de los mandamientos- “no robarás”, “no
insultarás”, “no matarás” –ese “no” se transforma en una actitud positiva:
amar, dejar sitio a los otros en mi corazón-, todos deseos que siembran
positividad. Y esta es la plenitud de la ley que Jesús vino a traernos.
En Cristo, y solo en él, el Decálogo deja de ser una condena (cf. Rom 8,
1) y se convierte en la auténtica verdad de la vida humana, es decir, el deseo
de amor -aquí nace un deseo de bien, de hacer el bien- deseo de gozo, deseo de
paz, de magnanimidad, de benevolencia, de bondad, de fidelidad, de mansedumbre,
dominio de sí mismo. De esos “noes” se pasa a este “sí”: la actitud positiva de
un corazón que se abre con la fuerza del Espíritu Santo.
He aquí para lo que sirve buscar a Cristo en el Decálogo: para fecundar
nuestro corazón para que esté henchido de amor y se abra a la obra de Dios.
Cuando el hombre secunda el deseo de vivir según Cristo, está abriendo la
puerta a la salvación que no puede sino llegar, porque Dios Padre es generoso
y, como dice el Catecismo, “tiene sed de que tengamos sed de él” (No. 2560).
Si son los malos deseos los que arruinan al hombre (cf. Mt 15,
18-20), el Espíritu deposita en nuestros corazones sus santos deseos, que son
la semilla de una nueva vida (cf. 1 Jn 3,9). De hecho, la nueva vida no es el
esfuerzo titánico de ser coherente con una norma, sino que la vida nueva es
el mismo Espíritu de Dios que comienza a guiarnos hacia sus frutos, en
una feliz sinergia entre nuestra alegría de ser amados y su alegría de amarnos.
Se encuentran las dos alegrías: la alegría de Dios por amarnos y nuestra
alegría de ser amados.
Esto es lo que significa el Decálogo para nosotros, los cristianos:
contemplar a Cristo para abrirnos a recibir su corazón, para recibir sus
deseos, para recibir su Santo Espíritu.
NOVIEMBRE 28, 2018 14:28
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