Capítulo IV: La dimensión social de la
evangelización
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“Nadie puede exigirnos que
releguemos la religión a la intimidad secreta de
las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin
preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar
sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería
encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la
beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe —que
nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de
cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de
nuestro paso por la tierra” (n. 183).
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“La necesidad de resolver
las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no solo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de
ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e
indigna y que solo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales,
que atienden ciertas urgencias, solo deberían pensarse como respuestas
pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los
pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la
especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no
se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La
inequidad es raíz de los males sociales” (n. 202).
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“¡Pido a Dios que crezca el
número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la
apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una
altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque
busca el bien común (…) ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes
les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres!” (n. 205)
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“Entre esos débiles, que la
Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños por
nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se
les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se
quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda
impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la
Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo
ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la
vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano.
Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en
cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y
nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no
quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos,
que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos
de turno. La sola razón es suficiente para reconocer el valor inviolable de
cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe, ‘toda violación
de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios y se
configura como ofensa al Creador del hombre’” (n. 213).
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“Precisamente porque es una
cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de
la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su postura
sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Este
no es un asunto sujeto a supuestas reformas o ‘modernizaciones’. No es
progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero
también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a
las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el
aborto se les presenta como una rápida solución a sus profundas angustias,
particularmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de
una violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de
comprender esas situaciones de tanto dolor?” (n. 214)
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“La Iglesia no pretende
detener el admirable progreso de las ciencias. Al
contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme
potencial que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las
ciencias, manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto
específico, vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no puede
negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que una opinión
científica que les agrada, y que ni siquiera ha sido suficientemente
comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos
científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan
con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia
ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una
determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y
fructífero” (n. 243).
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“Un sano pluralismo, que de verdad respete a los diferentes y los valore como tales, no
implica una privatización de las religiones, con la pretensión de reducirlas al
silencio y la oscuridad de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del
recinto cerrado de los templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en
definitiva, de una nueva forma de discriminación y de autoritarismo. El debido
respeto a las minorías de agnósticos o no creyentes no debe imponerse
de un modo arbitrario que silencie las convicciones de mayorías creyentes o
ignore la riqueza de las tradiciones religiosas. Eso a la larga fomentaría más
el resentimiento que la tolerancia y la paz” (n. 255).