Con
motivo de la renuncia del Papa y la elección del nuevo sucesor de Pedro en la persona
del Cardenal Bergoglio, el Papa Francisco, hemos asistido en este último tiempo
a un interés creciente por las cuestiones eclesiales. Este interés dando
noticias, opiniones, etc. implica que la Institución tiene vigencia; sin embargo, centrar
la atención solamente en algunos aspectos negativos y achacados solo a este
organismo indica que lo que se busca es desacreditarlo, esto es, “a río
devuelto, ganancia de pescadores”. En otras palabras, la Institución “molesta”.
Es
importante reconocer que la
Iglesia no pretende imponer sus ideales y su visión como la
única válida, sino proponer que lo que ella
entiende, a la luz de la revelación divina, da sentido a la vida, incluida la
muerte. Ella transmite la fe, por medio de sus miembros (que serían todos los
cristianos), en Jesús, el Mesías que se encarnó y dio la vida por todos (lo
recordamos en la Pascua )
para hacernos plenamente Hijos de Dios, conscientes de esta nueva realidad.
Así, muestra que esta misión es continuada por Cristo -desde su partida de la
vida física- por medio de la
Iglesia como pequeña comunidad de seguidores.
Es
por eso que la mirada a una Institución -que también es humana como la nuestra
y “a pesar de todo”- tiene que ser una mirada de fe, es decir, un “ver más
allá” de lo meramente humano. Sin esa dimensión nunca podrá ser entendida y
aceptada.
Fijémonos
en el nuevo Papa, qué mirada se tenía hacia él antes de su elección y la mirada
de hoy. Parecería que hoy nos maravillamos de lo que él siempre vivió, lo cual ahora
nos asombra. Este mismo enfoque tendríamos que tener los unos para con los
otros, pues ésta es la mirada de Dios, misericordiosa y benévola.
Para
ser específicos, no miremos siempre en alto; quedémonos allí dónde la Iglesia es realidad, en la
diocesana y en la comunidad parroquial, allí está “toda la Iglesia ”.
Estás
realidades concretas hay que mirarlas con el don de la fe. ¡Si no, estamos
fritos!
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