Antes que nada digamos que el “creer” está íntimamente unido al creer
“esperando” y “amando”. Dios comunica estas tres virtudes juntas, nunca
separadas. Son las virtudes “teologales” (donas por Dios).
Creer la Iglesia es parte del “Credo”, de la fe Apostólica. Es parte de
la fe cristiana, no un agregado. Es parte desde el comienzo de su existencia
(por eso Apostólica).
La pregunta es: ¿Por qué hoy hay un rechazo generalizando de la
Iglesia?
Falta una comprensión un poco más amplia del proyecto de Dios. Pensamos
que la Iglesia es la estructura inventada por los hombres, que es lo que
aparece.
Brevemente: el sabernos amados por Dios nos tiene que llenar de alegría
y reconocimiento, pero también de responsabilidad. Nos tenemos que hacer cargo
de los sufrimientos, de los limites, de las injusticias que hay en el mundo y
por lo tanto tenemos que buscar con todas las fuerzas de obrar para que el
hombre, cada hombre “viva”. Solamente así se puede ser realmente “creyente”.
El cristiano vive esta responsabilidad como respuesta al amor concreto,
visible y personal de Cristo y lo vive dentro de una red de relaciones que
hacen concreta su relación con Jesús mismo (la Iglesia, el Evangelio, los
Sacramentos, los ministerios, la doctrina, etc.….).
Parecería una paradoja e ingenuidad relacionar el amor de Dios, que es
infinitamente puro y santo, con una realidad ambigua como es una comunidad
humana o la autoridad religiosa o los bienes eclesiásticos. No desconocemos los
egoísmos, los orgullos, las intrigas de poder que muchas veces, en la historia,
se jugaron alrededor de estas realidades; y es motivo de vergüenza tener que
admitir que la ambición, la avaricia, el nepotismo, la lujuria han muchas veces
ensuciado el modo concreto de vivir y actuar de la Iglesia.
Pero la “encarnación” sigue
siendo el “genio” propio del cristianismo, el modo concreto con el que el
cristiano cree y vive el amor de Dios.
Es un amor que puede ser vivido en experiencias místicas. O en formas
heroicas de caridad. Y también un amor que puede y quiere ser vivido en la
fatiga y pesadez de lo cotidiano: la fidelidad de los esposos, en el sacrificio
por los hijos, en el cumplimiento de los deberes civiles y sociales. En
definitiva es una amor que inventa formas siempre nuevas y originales de
expresión, asume todo lo que es humano – menos el pecado – y sobre todo es
capaz de poner el sello de Cristo.
Un Tesoro en vasijas de barro
Es justamente por esto que el cristiano y la Iglesia, son vulnerables
en el mundo. Si la vida cristiana fuese pura experiencia mística interior, no
habría problemas: nadie podría negarla o criticarla. Pero como el cristiano y
la Iglesia son de carne, son posibles de todas formas de críticas y de juicios.
De hecho la carne nunca está a la altura del espíritu si bien trata de
expresarlo.
Pensar en el amor de Dios y mirar la existencia concreta, nuestros
celos infantiles, nuestras mezquindades demasiado humanas puede provocar con
facilidad una sonrisa de compasión.
La Iglesia puede aparecer una institución hipócrita que se pretende
divina y termina por no ser ni siquiera humana. No hay manera de salir de esta
encrucijada; el único camino correcto es el de la humildad, la que Pablo
indicaba cuando decía que llevamos un tesoro en vasijas de barro. Las vajillas
de barro valen poco y pueden fácilmente ser despreciados, pero cualquier forma
de desprecio no pude tocar el contenido si éste es precioso. Y la Iglesia, en
su fragilidad, lleva el misterio de Cristo.
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