El Sacramento
del Matrimonio, la unión del hombre y de la mujer que se convierten en signo de
la presencia de Jesús resucitado en la sociedad, tiene como fin la formación de
una familia: hacer realidad esa misión que Dios les encomendó en la creación:
“sean fecundos y multiplíquense”. El Padre dio el puntapié inicial y luego a
muchas mujeres y hombres les encomendó continuar su obra para poder derrochar
su Amor sobre muchísimas criaturas.
Que el
matrimonio tiene la misión de formar una familia, es cosa de Dios: Él es el
origen de todo.
Por eso la
característica de la vida matrimonial es la “fecundidad”, la capacidad-don de
continuar la obra de Dios. Fecundidad que ayuda a los esposos a consolidar su
unión y que tiene que estar abierta a la vida con responsabilidad.
El mayor capital
de un matrimonio no es el dinero que pueda juntar, o las cosas materiales que
pueda acumular, sino los hijos. La vida es un don y merece toda la atención, la
preocupación. Ciertamente, es importante la transmisión de la vida realizada
con madurez y responsabilidad, pero lo es también el “crecimiento” de esa vida,
la educación, la formación y la proyección hacia el futuro. El Matrimonio
contribuye así con toda la humanidad, con los pueblos. Y un matrimonio
cristiano prepara a otros seres humanos para la Gloria de Dios.
Que la maternidad
y la paternidad se pueda asumir como don y como compromiso en bien de la
sociedad.
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