lunes, 2 de diciembre de 2013

El Rincón de la Catequesis

La Iglesia santa: catequesis del Papa Francisco

En el 'Credo', después de expresar: 'Creo en la Iglesia: una', añadimos inmediatamente el adjetivo 'santa'; en este momento afirmamos, por tanto, la santidad de la Iglesia, y esta es una característica que ha estado presente desde el inicio en la conciencia de los primeros cristianos, que se llamaban simplemente 'los santos'  (cfr. At 9,13.32.41; Rm 8,27; 1 Cor. 6,1) porque tenían la certeza de que es la acción de Dios, el Espíritu Santo, lo que santifica la Iglesia.
Pero ¿en qué sentido la Iglesia es santa si vemos que su versión histórica, en su camino a lo largo de los siglos, ha tenido tantas dificultades, problemas, momentos oscuros? ¿Cómo puede ser santa una Iglesia hecha de seres humanos, de pecadores?: hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes pecadores, monjas pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, papas pecadores. Todos. ¿Cómo puede ser santa una Iglesia así?
1. Para responder estas preguntas quisiera guiarme por un fragmento de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso. El apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que "Cristo ha amado la Iglesia y se ha dado a sí mismo por ella, para hacerla santa" (5,25-26). Es decir, Cristo la ha amado donándose a sí mismo en la cruz. Por tanto, la Iglesia es santa porque procede de Dios, que es santo, que le es fiel y no la abandona en poder de la muerte y del mal (cfr. Mt 16,18), y que está unido de forma indisoluble a ella (cfr. Mt 28,20). La Iglesia es santa porque está guiada por el Espíritu Santo que purifica, transforma, renueva. No es santa por nuestros méritos, sino porque Dios la hace santa, porque es fruto del Espíritu Santo y de sus dones. No la hacemos santa nosotros, sino Dios, el Espíritu Santo, en su amor.

2. Pueden decirme: “pero la Iglesia está formada por pecadores, lo vemos cada día”. Y esto es verdad: somos una Iglesia de pecadores; pero nosotros pecadores estamos llamados a dejarnos transformar, renovar, santificar por Dios. Ha habido en la historia la tentación de algunos que afirmaron: “la Iglesia es solo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y los otros están lejos”. ¡Esto no es verdad! ¡Esto es una herejía! La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores; no rechaza a ninguno de nosotros; y no nos rechaza porque nos llama a todos, nos acoge, está abierta también a los más lejanos, llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, por la ternura y por el perdón del Padre, que nos ofrece la posibilidad de encontrarlo, de caminar hacia la santidad.
“¡Pero padre, yo soy un pecador, un gran pecador!, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?” Querido hermano, querida hermana, es precisamente esto lo que desea el Señor, que le digas: “Señor aquí estoy, con mis pecados”. ¿Alguno de ustedes está aquí sin los propios pecados? Ninguno, ninguno de ustedes: todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor quiere escuchar que le digamos: “¡Perdonáme, ayudáme a caminar, transformá mi corazón!” Y el corazón puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola del Evangelio. Podés ser como el hijo que dejado la casa, que ha tocado fondo en la lejanía de Dios. Cuando tengas la fuerza de decir: “quiero volver a casa”, encontrarás la puerta abierta, Dios viene a tu encuentro porque te espera siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta. Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celeste.
El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, aquellos que se sienten desalentados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos, especialmente en la confesión y en la eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos, entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que dona valentía, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en la que se vive el amor de Dios, en la que hay atención hacia el otro, en la que se rezan los unos por los otros?
3. Una última pregunta: ¿Qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil, pecador? Dios te dice: no tener miedo de la santidad, no tener miedo de apuntar alto, de dejarse amar y purificar por Dios, no tener miedo de dejarse guiar por el Espíritu Santo.
Dejémonos contagiar de la santidad de Dios. Todo cristiano está llamado a la santidad (cfr. Lumen Gentium, 39-42); y la santidad no consiste primero en el hacer cosas extraordinarias, sino en el dejar actuar a Dios. Y el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción que nos permite vivir en la caridad, de hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al prójimo. Hay una célebre frase del escritor francés León Bloy; en los últimos momentos de su vida decía: “Hay una sola tristeza en la vida, la de no ser santos”. No perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos este camino.

¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos con los brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en el camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor... pidamos este don a Dios en la oración, para nosotros y para los otros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario